martes, octubre 19, 2004

Ya no estaré

La reja permite
que pase la palabra
y mis ganas de volver
se hacen más débiles.
En un banco de la plaza mayor
con los versos que recorren el aula Salinas.
Pero lo sé.
Ya no estaré aquí el próximo diciembre.
Seré otra en el otro extremo.
Un latido.
Una extraña allí donde pertenezco.

lunes, octubre 18, 2004

Semana en Cuenca

Ajos arrieros, truchas en escabeches, vieras gratinadas, revueltos trigueros, endibias al roquefort, coctail de mariscos, chipirones, sepia al ojo, cuajadas con miel, natillas. Éramos sólo tres becarios sobre algo más de cincuenta participantes del congreso (un doctor en arte valenciano y una escultora mexicana, además de mí). Y esas fueron algunas de las comidas que tuvimos en un hotel a una cuadra de la universidad Internacional Menéndez Pelayo. Dormimos en lo que en un tiempo fueron las habitaciones de un ex convento de Carmelitas descalzas. Y todo recordaba al pasado porque las conferencias también eran en la antigua capilla.
Llegué el domingo en plena fiesta de San Miguel. Así que la ciudad estaba volcada a la calle y la principal atracción eran unas vacas que sueltan en la plaza mayor. Aunque estuve bastante tiempo mirando y apretujándome con ellos no comprendí esta diversión de los españoles que lo único que logran es correr de aquí para allá para no lastimarse con un pobre animal aturdido por los gritos y cegado por los pañuelos rojos. Los bidones de sangría se encontraban en todas las esquinas, casi todo el mundo llevaba colgado del cuello su “bota” de vino y cada “peña” se apropiaba de una calle haciendo casi imposible subir las cuestas. En muchas de sus camisetas se podía leer la consigna: “enemigos del agua”, para que se den una idea del espíritu que las animaba.
Algunas de las charlas del curso fueron un poco monótonas, sobre todo porque las ponencias eran leídas y eso hacía difícil seguir los conceptos. Hubo quien teorizó sesenta minutos sobre la “impostura de la palabra” sobre la base de la obra de Thomas Mann: confesiones del estafador Féliz Krull. Una sicóloga. Como no podía ser menos: argentina.
Hubo quien disertó sobre el “bilboquet” que Marcel Duchamp regaló a su amigo Max Bergman a principios de siglo. Juego que no es otro que aquellas bolas perforadas que se tratan de ensartar a un palo y que nosotros conocemos como “valeros”. A veces admiro esa audacia de escribir veinte o treinta páginas acerca de un pasatiempo tan simple e instintivo como este. Hace falta para ello relacionarlo con cosas tan abstractas como “la relación inconclusa entre la posesión del hombre y un objeto”, “el deseo sexual en la alegoría hueco/aro/mujer, puesto en movimiento para ser cazado y penetrado por el puntero/palo/hombre” o “la fascinación humana por la cabeza escindida”. Y animarse a decir de un simple regalo con una aún más simple dedicatoria tallada (“Bilboquet/souvenir de Paris/ A mon ami M. Bergmann/Duchamp printemps 1910”), que constituye “un espacio simbólico denominado arte que veiculiza sentidos latentes mostrando un mecanismo intelectivo”.
Fueron varios los artistas que expusieron sus obras. Estuvo Basilio Martín Patino, un cineasta documentalista salmantino que proyectó dos de sus películas. “Madrid”, un homenaje a la ciudad que nunca llegó a proyectarse en una sala comercial, y el caso de “Casas viejas”, una sublevación anarquista en el sur pobre español, en los años de la República.
Mireia Sentís, una escritora de El País y fotógrafa, también mostró en diapositivas sus obras que por ejemplo registraban una colección de joyas sobre cuerpos desnudos.
Pero Antoni Muntadas, un artista catalán, fue la estrella del seminario ya que se lo considera uno de los máximos exponentes del “media art”. Expresión ésta por la cual se conoce a la producción de piezas para el consumo masivo. Es decir: videos, programas de televisión, intervenciones en las ciudades, proyectos de internet en dónde se recogen “spots” de publicidad política, títulos de finalización de programas o montajes cuya atención varía entre crucifijos o comentarios metafóricos sobre la evolución de las ciudades.
También varios jóvenes mostraron sus “performances”. Y allí pudimos “disfrutar” ¿? de alguien que se encerraba más de diez minutos en una carpa de plástico transparente con el objetivo de que los demás lo agredieran con humo y pinturas, como denuncia de la inhospitabilidad de este planeta, o de otro personaje que se subía a una bicicleta que cuánto más pedaleaba más descarga eléctrica provocaba en su manubrio. No pude más que pensar que era un homenaje al automasoquismo. Cómo bien dice el refrán: sobre gustos no hay nada escrito.
Una de las mañanas fuimos caminando para comer en una gruta. Y ahí sí fue interesante el comentario de un geólogo que bien nos recordó el movimiento permanente de la tierra a más de 120 km por hora, aunque casi nunca reparemos en ello. Además opinó que las famosas y bellas “casas voladas” de Cuenca tienen sus horas contadas ya que seguramente se caerán en alrededor de 1.000 años.
Pero por supuesto, las fotografié, como una más de los miles de turistas que viajan a verlas. Y aún sabiendo que entonces serán varias las generaciones que todavía podrán disfrutar de ellas. Porque debo reconocer que el acto que intenta expresar el “por aquí pasé yo” siempre es provocador.

miércoles, octubre 13, 2004

Era

Era la noche esquiva. La promesa latente. El río inmenso y rápido con mensajes amarillos.
Era un puente romano. Un sauce llorando. La verdad de estar sobretodo en ninguna parte.
Era la noche con su luna de siempre distinta. Los colores sin nombre. Los amigos de la tarde. El sueño repetido. El silencio oscuro. Los grises empañados.
Era esto de ser buscando sin saber qué. De esperar sin comprender dónde. Era yo con mi soledad tan compañera.
El pocillo en la mesa. La mesa en el suelo. La luz encendida. El collar de semillas. El dulce de leche en la cara. Tu mano en la mía.
Era el Brasil en un CD. Una mujer que a veces fue feliz. Pero sobre todo muchas veces fue mujer.
Era esto de sentir que la vida es aquello que sucede entre dos cosas que los demás creen importantes. Los tiempos para otros improductivos. Los segundos intermitentes.
Era todo lo que puede ser. Y un poco menos a veces. Y un poco más las más.
Y era también lo que no sucederá nunca. Lo que quedará para siempre suspendido entre los magentas invisibles.

Un hilo del mapa

Del centro al infinito. Y de todos los colores. Siguen las fiestas de San Juan y hubo fuegos artificiales a las orillas del Tormes, en el puente Romano. Hubiese querido guardarte uno y mandártelo en un sobre azul pero todavía no han aprendido a quedarse quietos en el aire y yo no puedo alcanzarlos. En la noche también había un mapa colgado y de un punto cualquiera yo saqué un hilo y lo fui desplegando despacio sobre la pared hasta llegar a la puerta. Justo cuando atravezó el ombligo de Carlo giré sin darme cuenta y todos los países cambiaron de lugar. Encontré a la Antártida cerquita de Venezuela. Y cuando vi que Madagascar nadaba en el Pacífico, el petróleo de Irak tan recelosamente custodiado aparecía incontenible por la Fontana di Trevi y el reloj astronómico de la torre del Ayuntamiento de Praga daba la hora en Nueva York; supe que algo andaba realmente mal. Aproveché la ocasión para hacer una reparación histórica y le devolví el mar a Bolivia, coloqué una bandera argentina en las islas Malvinas y una española en el Peñón de Gibraltar. Con tanto enriedo de autopistas, montañas, chabolas, bosques y lagunas; todos estaban tan preocupados en enderezar las cordilleras que me imaginé que esta vez nadie protestaría. Te sentí lejos y temí que hubiesen cambiado también las mareas. Entonces sí que todos estaríamos complicados, no tanto porque ya no serían como hasta hora: cada 12 horas y 25 minutos, que es el la mitad del tiempo que demora la luna en regresar a su lugar. Sino porque la misma tierra se vería frenada y las noches durarían cada vez menos y serían cada vez más cortas. ¿En qué cielo oscuro aprenderían entonces a quedarse quietos los fuegos de San Juan?

Noche de tallarines con pesto

Esa sensación de que todo es tá es pe ran do ser. De que la realidad es inmensa y se multiplica incalculablemente. Todo desplomándose en el aire pero hacia arriba. De lo bajo a lo alto. De lo alto a lo infinito. Mi nombre dicho mil veces por su silencio culposo. La silueta de aquel que desconozco. La silueta que a veces diviso a lo lejos. Aquí, aunque yéndome. Siendo en las tangentes de este y de todos los tiempos. La noche fue hoy de tallarines con pesto. Albaca, aceite de olivo, grana padano, pecorino romano, sal, anacardo y ajo en polvo. Vasos que sabían a ajeno. No necesitaba cerrar los ojos para no estar. Ellos paseaban por Lima y yo caminaba por mi avenida 7 jefes. Me sentaba espalda detrás del Brigadier López en su caballo negro mirando al sur empobrecido. Enfrente de la laguna inmensa. Barrio Las Flores con casas de hormigón todas igual. Mirá esa, la ropa tendida en colores degradé, haciendo juego los manteles con las camisas: todos desteñidos. Siempre, siempre en tango olvidado. En clave de “tu lugar está exactamente en ninguna parte”. Ni más lejos. Ni más cerca. Escogés cualquier dirección de cualquier página de cualquier guía telefónica de cualquier ciudad de cualquier país del mundo. Contás diez kilómetros en perpendicular girás a la redonda caminás por esa calle vieja te tomás un bondi que te deje en la esquina cruzás la plaza le decís al remisero que a mitad de cuadra das media vuelta a la izquierda y de nuevo empezás. Ayer le volví a escribir porque un día me dijo que sería bueno escuchar todos los sonidos de este mundo. Todo lo que ha vibrado hasta ahora. Las canciones, las palabras, las risas y los lloros, los tiros, los halagos, los insultos, las notas en el viento. Él fue quien me enseñó que todo sigue estando en el aire. No es que haya algo que deja de sonar. Sino que cada vez se divide por dos hasta que nuestros oídos son incapaces de escucharlos. Pero siguen estando ahí. A veces creemos que los sonidos están hirviendo con los tallarines. O entran en tu cuerpo cuando bebes el café con un chorrito de leche descremada dos de azúcar bien caliente en el jarro grande con manguito para no quemarse la cuchara en oblicuo y el dedo índice sosteniéndola así no toca la boca. A veces creemos que los sonidos no sucederán nunca. Por incapacidad propia, por insolvencia ajena y porque la felicidad últimamente nos es un poco esquiva. Y creo hacemos bien. Porque todoestáesperandoser. Pero también es probable que siendo ya no tengan los colores con que los quisimos escuchar. No pensar absolutamente nada. O sentirlo completamente todo. Que no es lo mismo pero se come igual. Como las tostadas. A veces con salsa de pesto. Y a veces con dulce de leche.

Órdenes ilusorios y problemas aprovechadores

Puedes juntar todos tus problemas con un alfiler de gancho. Y acomodarlos prolijos en el último cajón del escritorio. Dicen que así se siente la tranquilidad ilusoria que dan los órdenes artificiales. La calma ficticia de aquello que se acomoda a disposiciones arbitrarias. De este lado los que te dan dolor de cabeza, por aquí los que provocan insomnio. Unos debajo de otros. ¡Ay! ... qué bonitos que quedan ordenados. Pero si hasta casi parece que así no dan complicaciones. Se ven hermosas, subrayadas con amarillo refulgente, las ganas tantas veces postergadas de un viaje sin regreso preciso. O ese trabajo que haces con desgano, tan prolijamente maquillado con un recuadro rojo en letra Garamond tamaño 12 en cursiva espacio uno y medio letra capital en texto sangría izquierda tres centímetros encabezado desde el borde y pie de página dos y medio. Las cuentas de la luz, casi casi, que vestidas de etiqueta, con anexos incontables de notas al final del documento y auto enumeración estilo sombra para resaltar. Precisamente hoy traté de separar una a una las preguntas sin respuestas. Las confianzas perdidas. Las citas pendientes. Las palabras no dichas. Las pasiones contenidas. Las ordené de mayor a menor. De la A a la Z. Hasta conseguí comprar carpetas transparentes para hacer carátulas de colores con aquellas más importantes. Conté y reconté los días más sombríos. Los afectos esquivos. Los segundos intermitentes. Los entusiasmos aplazados. Hice una búsqueda bibliográfica. Un índice temático. Consideré las variables implicadas. Escarbé las notas más opacas y dibujé muchas flechas curvas y rectilíneas uniendo supuestas causas y consecuencias. Justo ahí fue que escuché a Neruda y su deseo de solo cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una el amor sin fin; dos: ver el otoño (no podía ser sin que las hojas vuelen y vuelvan a la tierra); lo tercero el grave invierno, la lluvia que amó, la caricia del fuego en el frío silvestre; en cuarto lugar el verano, redondo como una sandía. Y por último: los ojos de Matilde. Pablo cambiaba la primavera para que Matilde lo siguiera mirando. El hecho es que de pronto me di cuenta que todos mis problemas, rápidos y aprovechadores del descuido, estaban otra vez arriba de la cama. Tranquilos e irregulares entre las sábanas y debajo de los libros. Dos que formaban una pareja enamoradiza se ocultaban detrás del portarretrato de la abuela. Algunos nadaban estilo crol, en la tinta negra de la impresora. Otros, más culpables, parecían expiar condenas pinchados en la pared blanca; justo justo, debajo de las hojas que junté en el otoño antes de este frío indescriptible. Todos... aquí y allá. Desordenados como siempre.


Ella y yo

Nos hemos hecho tan compañeras que creo que la extrañaría sino estuviese a mi lado. Generalmente los domingos a la tarde vemos alguna película por televisión, durante muchas noches compartimos las horas más dolorosas. Y casi siempre cuando finaliza el verano hurgamos en el armario para dejar atrás las carencias que no supe sobrellevar y envolver con esmero los muchos o pocos logros que concreté.
La primera vez que la vi llevaba una hermosa solera amarilla por eso le pregunté por qué había abandonado su obligado negro. Y me respondió que esa, como su frialdad por ejemplo, era una de las tantas mentiras que han inventado para desprestigiarla. Ahora puedo decir con seguridad que ama las camisas traslúcidas, las polleras claras con broderies blancos y disfruta tanto como yo de las atmósferas livianas y templadas. Es cierto que prefiere los cafés humeantes antes que los jugos de naranja. Que se aburre de los falsos abrazos. De las palabras vacías o pretenciosas. Y le saben desabridos los yogures descremados.
Hay días en que me deja sola para que haga el amor con amantes ocasionales, camine por las calles perdiendo mis temores o escriba correos en internet intentando entretejer historias. Pero siempre vuelve a mí, increíblemente risueña, para sentarse y recordarme que su amor es incondicional. Estoy segura que me permite esos respiros para que le alegre así su tiempo interminablemente monótono.
Por eso también, apoyada en una columna del patio o bebiéndose una margarita, a veces me propone un pacto: en donde yo le entregue mis sueños naranjas y ella con sus encantos seduzca aquello que los entorpece o interfiere. Sin embargo, es cierto que siempre preferí no aumentarle sus tareas. Convencida que algunos lugares únicamente se pueden atravesar solitariamente y demasiado es lo que ya me ha enseñado a disfrutar.
Yo diría que nos hemos hecho tan entrañablemente amigas que son pocas las horas en que no la siento respirar cansada. En que no presienta sus interminables propuestas o sepa cuando viene de programar con esmero mi conveniente final.
Muchas veces vamos juntas a la estación de buses aunque ninguna de las dos espere a nadie, solemos ir a bailar a medianoche o nos sentamos a tomar martinis bajo las ventanas de algún bar. Sobretodo porque en esos lugares su presencia pasa más desapercibida y allí se anima a susurrarme alguna historia que no quiere que se olvide.
También jugamos al veo veo. Completamos crucigramas. Construimos pajaritas de papel. Y nos entretenemos leyendo diarios viejos con noticias que ya no interesan a casi nadie. Esas son las cosas que hacen que sea innecesario hablar de forma continua. Que no nos finjamos distancia con aires enigmáticos. Y que en vano intentemos aplazar aquello que en verdad nos hace compañeras. Cada una ayuda a la otra. Y sabemos con demasiada certeza que habrá un día en que nacerá de mí visitarla sin que me lo pida. Un martes, una tarde quizás.
No solemos recorrer los pasillos de los hospitales, ni las salas de espera de los médicos y menos aún los laboratorios de las universidades, porque ahí la gente se le opone aún sin conocerla y con ingenuidad vociferan que serán capaces de no dejarla pasar. Como si a ella le diera importancia a esos actos de indiscriminación inútiles o alguna vez hubiera hecho alguna mínima diferencia entre sabios o incultos, entre ricos o pobres.
Por momentos reconozco que me hubiese gustado conocerla un poco más tarde. Pero si bien al principio creí que podía posponer sus encuentros, un día me confesó que sabía perfectamente como escurrirse cuando le viniera en gana, así que me recomendó que no gastara fuerzas en intentar esquivarla. Ahí fue cuando aprendí que, después de todo, no sé si siempre elige los momentos oportunos para enseñarme lo importante o si algunas veces distingue lo que verdaderamente me hace bien.
Aunque, bueno. Te puedo asegurar que es difícil que pierda la paciencia y raramente se cansa de las esperas. Mi muerte es una muerte lúcida, reflexiva, muy experimentada, muy prudente y siempre dispuesta a aprender. Mansamente me otorga oportunidades. Y sólo puedo recordar una vez que se impacientó cuando olvidé la cantidad interminable de sus nombres. No obstante al instante reconoció que era un detalle sin demasiada importancia y que no valía la pena que por eso estuviéramos distanciadas.
Además, en el fondo, estoy segura que su presencia es quien hace que numerosos de mis desasosiegos cobren sentido. De verdad, sólo por ella, en muchos momentos pude continuar. Por su compañía, fueron raras las cosas que pospuse o dejé de hacer. Y gracias a sus sugerencias, presté moderada atención a las opiniones de terceros. Tan es así, que últimamente tampoco necesito saber cuando será su último consejo y experimenté que todas las horas que me quedan son relativas. Poco dependientes de sus ironías. Limitadas a lo que yo misma no quiero olvidar. Restringidas a aquello que todavía aún deseo.
Al fin y al cabo, sé que frente a su presencia es inútil crear temores y que, en demasiados momentos, nos entendemos extraordinariamente bien.