viernes, febrero 26, 2010

Lola Mora a puro cincel

A principios de siglo, la fuente de las Nereidas perturba el sueño de las ligas moralistas de la ciudad de Buenos Aires. Lola Mora ha creado a la diosa Venus en mármol de carrara, surgiendo desnuda de una concha marina. La acompañan mujeres y atléticos varones también al descubierto. Los defensores del decoro logran que la estatua no se coloque en la avenida Leandro N. Alem, demasiado cerca de la catedral. Pero tritones y  ninfas encuentran lugar en el Paseo del sur. Mientras se desgastan las infamias, nada puede detener la música que nace de esos cuerpos de piedra.

jueves, febrero 11, 2010

Los grises de Romaine Brooks

Su estudio era un cuadrado acristalado en lo más alto de París. Ni pesimista ni optimista. Con temperamento venturoso. La veo vibrando detrás de su pincel. Sus objetos no son las naturalezas muertas sino las mujeres que quiere y desea. Aquellas que sin hipocresía, se mueven horondas ventilando verdades.  Que hacen temblar miedos y copas. Para Romaine Brooks un hombre no es solo un hombre. Y una mujer es más que una mujer. Grises también son las tormentas, las fábricas, los trajes, los rostros. Y días hermosos con cuerpos que dejan leerse y acompañarse. En sus cuadros Ida Rubeistein es Venus. Nattalie Barney, a quien amó durante 50 años, es La Amasona. Elsie de Wolfe posa junto a una cabra y la Baronne d´Elanyer se acompaña con una pantera. Yo veo a Romanine sin sombrero, pelo corto vestida con capa, moviéndose con el viento del mar. Toda ella sin prejuicio y plena con sus grises. Aunque me imagino que a veces cansa mantener tanto tiempo prendida la hoguera. También llueve y hay viernes que son tristeza. Dicen que siendo una anciana vivió en una casa con cortinas negras, sintiendo temor a que los árboles del jardín le terminaran de chupar la vida.

viernes, febrero 05, 2010

El no de la reina Vasti


"Mas la reina Vasti no quiso comparecer a la orden del rey enviada por medio de los eunucos; y el rey se enojó mucho, y ardía en ira" (Ester 1: 12).

Yo que vivía entre joyas y lujos, sabía también de la muerte estando viva. Esa noche desperté sobresaltada cuando uno de mis eunucos entró a la habitación. Encendí la lámpara y escuché sin inmutarme la nueva orden de mi esposo, el rey Asuero. Sus palabras caían como piedras en el agua de mi pecho. Podía escuchar las risas en el comedor. Imaginarme los cuerpos excedidos por tantos barriles de vino. Jefes de provincia, personas notables de Persia y Media y por supuesto, el rey jactándose de la propiedad de mi belleza. En mi vida no estuve ni estaría más asustada que en aquel momento. Pero tenía dignidad. Y una firmeza que me ponía a salvo de cualquier venganza. Sabía que el pedido era para desmerecerme. El rey ordenaba que me llevaran a la fiesta vestida con una corona para que otros hombres ebrios admiraran mi belleza. Por eso, por primera vez dije simplemente: no. Al decirlo no levanté la vista porque estaba llena de mi misma. Luego me di vuelta, muy despacio. No era un caballo. Era una mujer. Volví a recostarme y soñé lo mismo que la noche anterior, y que otras muchas otras veces en los últimos meses. Soñé que me sumergía en el agua y que cuando salía era una ninfa. Nadie en todo el imperio pudo presentir mi decisión. Nosotras, las mujeres de siempre, reinas o plebeyas. Las coreutas, las bailarinas, las costureras, con malvones en los labios, acudíamos desde hace siglos corriendo a cumplir sus pedidos humillantes. Esa noche rompí ese libreto a patadas. Ellas no pudieron, yo podría. Que nos devolvieran las palabras, los olores perdidos y los años que parimos en silencio fingiendo que todo daba igual, que ya nada cambiaría. Pero en el palacio sólo había ángeles rendidos, pájaros sin alas, embrutecidos consejeros borrachos, perros viejos meando entre las piernas. Y nada de comprensión. Nada de la felicidad. Nada de nuestra felicidad. Aquella que le prometieran a nuestras madres y a la madres de nuestra madres. Todo en esta ciudad olía mal. Cuando el rey supo mi respuesta se llenó de odio e ira. Experimentó la zozobra de la desaprobación. Y se inventó mordiscos falsos y agresiones. Sus consejeros no dudaron en sentenciar que al no obedecerlo, había ofendido a su majestad, a todas las autoridades, a todos los jefes del rey y en definitiva a todos los hombres. Solo ellos eran los amos de nuestras casas. El edicto fue estricto y la represalia excesiva: nunca más podía presentarme delante del rey. Menos realizar una defensa. Desde ese día debí dejar mi título de reina para que otra mujer más digna lo ostentara. Ya fuera del palacio, comía una sola vez al día. Disponía de tiempo y silencio. Poco a poco fui olvidándome de los lujos, de las fiestas, del templo. Me di cuenta que nada había sido fruto de locura o de un estado de agitación transitorio. Desde que salía el sol hasta que caía la tarde, desbandaba las hormigas coloradas que subían a mi mesa. Amasaba el pan. Sembraba oréganos y helechos. Venían a mí las palabras que alguna vez alguien lanzará al mundo. A salvo de todo temor, descubrí que aquella noche en que dije no, había desplegado mi voluntad. Y me di cuenta que esa es la mayor autoridad del mundo. Había sido una lucha, una batalla sin violencia. Había si, perdido una corona pero mi pecho latía sin angustias y sin prisa. Un solo cuerpo con infinitas ramas. En aquel tiempo muchas mujeres del reino clausuraron puertas y ventanas. Improvisaron altares en las grutas y los fueron llenando de madreselvas. Se quitaron los prendedores y las sortijas y se dispersaron por el mundo con pequeños baúles de madera. Pudieron saltar. Fueron, como nunca antes, dueñas de sus casas. Tuvieron irresistibles deseos de vivir.