miércoles, octubre 13, 2004

Ella y yo

Nos hemos hecho tan compañeras que creo que la extrañaría sino estuviese a mi lado. Generalmente los domingos a la tarde vemos alguna película por televisión, durante muchas noches compartimos las horas más dolorosas. Y casi siempre cuando finaliza el verano hurgamos en el armario para dejar atrás las carencias que no supe sobrellevar y envolver con esmero los muchos o pocos logros que concreté.
La primera vez que la vi llevaba una hermosa solera amarilla por eso le pregunté por qué había abandonado su obligado negro. Y me respondió que esa, como su frialdad por ejemplo, era una de las tantas mentiras que han inventado para desprestigiarla. Ahora puedo decir con seguridad que ama las camisas traslúcidas, las polleras claras con broderies blancos y disfruta tanto como yo de las atmósferas livianas y templadas. Es cierto que prefiere los cafés humeantes antes que los jugos de naranja. Que se aburre de los falsos abrazos. De las palabras vacías o pretenciosas. Y le saben desabridos los yogures descremados.
Hay días en que me deja sola para que haga el amor con amantes ocasionales, camine por las calles perdiendo mis temores o escriba correos en internet intentando entretejer historias. Pero siempre vuelve a mí, increíblemente risueña, para sentarse y recordarme que su amor es incondicional. Estoy segura que me permite esos respiros para que le alegre así su tiempo interminablemente monótono.
Por eso también, apoyada en una columna del patio o bebiéndose una margarita, a veces me propone un pacto: en donde yo le entregue mis sueños naranjas y ella con sus encantos seduzca aquello que los entorpece o interfiere. Sin embargo, es cierto que siempre preferí no aumentarle sus tareas. Convencida que algunos lugares únicamente se pueden atravesar solitariamente y demasiado es lo que ya me ha enseñado a disfrutar.
Yo diría que nos hemos hecho tan entrañablemente amigas que son pocas las horas en que no la siento respirar cansada. En que no presienta sus interminables propuestas o sepa cuando viene de programar con esmero mi conveniente final.
Muchas veces vamos juntas a la estación de buses aunque ninguna de las dos espere a nadie, solemos ir a bailar a medianoche o nos sentamos a tomar martinis bajo las ventanas de algún bar. Sobretodo porque en esos lugares su presencia pasa más desapercibida y allí se anima a susurrarme alguna historia que no quiere que se olvide.
También jugamos al veo veo. Completamos crucigramas. Construimos pajaritas de papel. Y nos entretenemos leyendo diarios viejos con noticias que ya no interesan a casi nadie. Esas son las cosas que hacen que sea innecesario hablar de forma continua. Que no nos finjamos distancia con aires enigmáticos. Y que en vano intentemos aplazar aquello que en verdad nos hace compañeras. Cada una ayuda a la otra. Y sabemos con demasiada certeza que habrá un día en que nacerá de mí visitarla sin que me lo pida. Un martes, una tarde quizás.
No solemos recorrer los pasillos de los hospitales, ni las salas de espera de los médicos y menos aún los laboratorios de las universidades, porque ahí la gente se le opone aún sin conocerla y con ingenuidad vociferan que serán capaces de no dejarla pasar. Como si a ella le diera importancia a esos actos de indiscriminación inútiles o alguna vez hubiera hecho alguna mínima diferencia entre sabios o incultos, entre ricos o pobres.
Por momentos reconozco que me hubiese gustado conocerla un poco más tarde. Pero si bien al principio creí que podía posponer sus encuentros, un día me confesó que sabía perfectamente como escurrirse cuando le viniera en gana, así que me recomendó que no gastara fuerzas en intentar esquivarla. Ahí fue cuando aprendí que, después de todo, no sé si siempre elige los momentos oportunos para enseñarme lo importante o si algunas veces distingue lo que verdaderamente me hace bien.
Aunque, bueno. Te puedo asegurar que es difícil que pierda la paciencia y raramente se cansa de las esperas. Mi muerte es una muerte lúcida, reflexiva, muy experimentada, muy prudente y siempre dispuesta a aprender. Mansamente me otorga oportunidades. Y sólo puedo recordar una vez que se impacientó cuando olvidé la cantidad interminable de sus nombres. No obstante al instante reconoció que era un detalle sin demasiada importancia y que no valía la pena que por eso estuviéramos distanciadas.
Además, en el fondo, estoy segura que su presencia es quien hace que numerosos de mis desasosiegos cobren sentido. De verdad, sólo por ella, en muchos momentos pude continuar. Por su compañía, fueron raras las cosas que pospuse o dejé de hacer. Y gracias a sus sugerencias, presté moderada atención a las opiniones de terceros. Tan es así, que últimamente tampoco necesito saber cuando será su último consejo y experimenté que todas las horas que me quedan son relativas. Poco dependientes de sus ironías. Limitadas a lo que yo misma no quiero olvidar. Restringidas a aquello que todavía aún deseo.
Al fin y al cabo, sé que frente a su presencia es inútil crear temores y que, en demasiados momentos, nos entendemos extraordinariamente bien.

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