miércoles, octubre 13, 2004

Órdenes ilusorios y problemas aprovechadores

Puedes juntar todos tus problemas con un alfiler de gancho. Y acomodarlos prolijos en el último cajón del escritorio. Dicen que así se siente la tranquilidad ilusoria que dan los órdenes artificiales. La calma ficticia de aquello que se acomoda a disposiciones arbitrarias. De este lado los que te dan dolor de cabeza, por aquí los que provocan insomnio. Unos debajo de otros. ¡Ay! ... qué bonitos que quedan ordenados. Pero si hasta casi parece que así no dan complicaciones. Se ven hermosas, subrayadas con amarillo refulgente, las ganas tantas veces postergadas de un viaje sin regreso preciso. O ese trabajo que haces con desgano, tan prolijamente maquillado con un recuadro rojo en letra Garamond tamaño 12 en cursiva espacio uno y medio letra capital en texto sangría izquierda tres centímetros encabezado desde el borde y pie de página dos y medio. Las cuentas de la luz, casi casi, que vestidas de etiqueta, con anexos incontables de notas al final del documento y auto enumeración estilo sombra para resaltar. Precisamente hoy traté de separar una a una las preguntas sin respuestas. Las confianzas perdidas. Las citas pendientes. Las palabras no dichas. Las pasiones contenidas. Las ordené de mayor a menor. De la A a la Z. Hasta conseguí comprar carpetas transparentes para hacer carátulas de colores con aquellas más importantes. Conté y reconté los días más sombríos. Los afectos esquivos. Los segundos intermitentes. Los entusiasmos aplazados. Hice una búsqueda bibliográfica. Un índice temático. Consideré las variables implicadas. Escarbé las notas más opacas y dibujé muchas flechas curvas y rectilíneas uniendo supuestas causas y consecuencias. Justo ahí fue que escuché a Neruda y su deseo de solo cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una el amor sin fin; dos: ver el otoño (no podía ser sin que las hojas vuelen y vuelvan a la tierra); lo tercero el grave invierno, la lluvia que amó, la caricia del fuego en el frío silvestre; en cuarto lugar el verano, redondo como una sandía. Y por último: los ojos de Matilde. Pablo cambiaba la primavera para que Matilde lo siguiera mirando. El hecho es que de pronto me di cuenta que todos mis problemas, rápidos y aprovechadores del descuido, estaban otra vez arriba de la cama. Tranquilos e irregulares entre las sábanas y debajo de los libros. Dos que formaban una pareja enamoradiza se ocultaban detrás del portarretrato de la abuela. Algunos nadaban estilo crol, en la tinta negra de la impresora. Otros, más culpables, parecían expiar condenas pinchados en la pared blanca; justo justo, debajo de las hojas que junté en el otoño antes de este frío indescriptible. Todos... aquí y allá. Desordenados como siempre.


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